lunes, 23 de octubre de 2017

Maldiciones del fin del mundo

Suelo tener sueños inimaginables y retorcidos, la mayoría son como enigmas a resolver con grandes encrucijadas. Esos sueños muchas veces despiertan una parte de mí que no conozco, ya que parecen tan vividos que se me hace imposible no sentirme alarmado. Así es como viví, bajo la neblina invernal y las calles desiertas, la noche en la que morí.
Todo comenzó con  un sueño que he frecuentado desde muy corta edad; recuerdos vagos tengo de esas noches en las que despertaba en  medio de la oscuridad con pánico pero en silencio, siempre en silencio. La flecha errada, en el piso, llamaba mi atención por la sangre en la que estaba bañada. Entonces miraba hacia abajo y descubría haber sido atravesado por ella. Me despertaba de golpe y decidía olvidar el sueño por completo. Pero aquella noche, luego de despertar de aquella  visión, el sueño seguía ahí y la sangre también.
Quizá prefieran creer que esto es sólo una leyenda, una fábula  o un relato fantástico, y no se los voy a impedir, pero para mí esto es un sueño, mi sueño y  su sueño, y los sueños no debieran ser cosas que se olvidan de la noche a la mañana, los sueños siempre son advertencias, simulacros que nos alertan sobre lo cansados que estamos del algún aspecto de la vigilia. Los sueños son para no dejarse estar, y éste es el mío y el de él; el nuestro.
“Lo principal es fijar tu objetivo, estrechamente, y  tomar una fuerte bocanada de aire” era el consejo de su madre mientras él luchaba con todas sus fuerzas  por tensar el arco, aquella magnífica mujer que pocos años después moriría por el estallido de una estrella. Desde entonces, él había fijado su objetivo, la libertad.
Por mucho tiempo estuvo escapando de cosas que se rebelaban contra él, estaba cansado hasta de su propio instinto, pero lo estaba más aún de las interminables batallas que él no podía llegar a entender. Vidas de todo tipo tiñendo llanuras y desiertos de rojo, dejando en el aire el más sonoro sentimiento de miseria y pérdida. Caos, gritos, últimas palabras. Enajenado de sí mismo, se suspendió en el fragor de la batalla.
Cuando por fin volvió en si ya era tarde, tomo la iniciativa y aunque estuviera signado a los ojos de la victoria, estaba convencido de que quería dejar su propia marca en la historia, en forma de maldición.
Irrumpió en el detonante de una lucha que no llegó a concluir, donde los ojos de la victoria lo recibieron como a un viejo amigo. Aun sabiendo que la historia ya estaba escrita, recordó una vez más las palabras de su madre y tensó el arco, apuntó, sopló, lanzó. La flecha se tomó más de doscientos años en llegar y cuando por fin lo hizo, sintió el espejismo.
Como pudo se arrancó la flecha del pecho y alzando la vista en una última mirada despidió al sol decreciente, hundiéndose en el legado más impuro de la naturaleza.
Me apresuré a correr fuera de la casa cuando noté mi remera empapada de sangre. Corrí con un dolor punzante en el pecho sin saber exactamente a donde me dirigía, tropecé cayendo en el pie de un árbol donde me encontré escupiendo sangre. El dolor dejó de ser tan intenso y me levanté con cuidado.
De pronto, me di cuenta de que tenía frente a mis ojos el enorme edificio en el cual me suelo encontrar todas las mañanas, por fin lo miraba de otra forma. Una sonrisa de decepción cubrió mi cara, me di vuelta y caminé directo al amanecer donde miles de voces me iban susurrando al oído la verdad. Esa mañana, deje de ser un número, una evaluación, una descendencia. Esa mañana, conocí mi verdad.

No sé si fui yo el que murió esa noche, quizá fue el niño que vomitó sobre las rosas de su madre, o aquel otro que se cayó de su bicicleta en la esquina, o al que la muerte visitó demasiado temprano. No sé cuál de todos fue pero si sé que alguno de ellos esa mañana nació rebelde.

jueves, 15 de junio de 2017

Amanecerte, congelada, nublada y a bocanadas.
Te encuentro en la poesía, en el otoño, en el azul frio y nítido de las mañanas,
te encuentro sobre todo en mí.
Conozco insomnios sometidos
a la voluntad de no querer dejarte
ni por un segundo.
Existió esa rareza en noviembre,
la de un triste día lluvioso, que te trajo a mí.
La tierra azul me hizo llorar,
los atardeceres que predecí me hicieron sangrar.
Vivo repleta de demonios verde vómito,
de fríos infernales y respiraciones invernales,
repleta de tus lagunas inalcanzables.
¿Cómo resistirme al aroma más poético de amarte?
Tan terca y hermosa,
tan oculta en un abismo rosa,
lloramos lluvias cinco minutos al día
y nos entregamos en pedazos,
nos entregamos en estrellas.
¡Que placer quizás encontrar alguna vez
la cruz del sur que me escondiste!
Estoy desvelando mitos, estoy perdiéndome,
estoy amándote. 

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Amarilla frivolidad

En cuanto Mauro entro en la habitación anuncio su miserable suerte.
El hombre que acababa de abrirle la puerta de su propia casa, era el mismo de las pasadas noches de insomnio de conversaciones que no tenían ningún rumbo en su vida más que la destrucción, las conversaciones que bien recordaba silenciosamente vacías. Se pasó más de una vida aspirando sus notables problemas con un cigarrillo en su mano y las ojeras por el piso, fallando una y otra vez en concebir un sueño por las noches para que así tal vez su piel deje de tornarse amarillenta.
Un amarillo enfermo, un amarillo muerte.
Ese tan familiar hombre, que acababa de recibirlo en el porche de su casa, frívolo y con una sonrisa encantadora lo saludo ignorando el hecho de que estuviera completamente empapado por la lluvia. Tan descortés como siempre había sido ni siquiera tuvo la buena voluntad de preguntar en primer lugar porque se había marchado de su casa con semejante lluvia, solo lo condujo a la sala principal y ambos se sentaron aparentando ser una normal familia suburbana. Comieron en completo silencio. Miradas indiscretas y cuerpos sumamente rígidos, manos sudadas e inquietas, exhalaciones temblorosas. El vacío ya existente de la casa hacia que ambos sean uno solo, la perspectiva muchas veces los engañaba.
Recordaba el camino a casa mientras ignoraba al hombre fornido en la esquina de su mesa: camina recto y con la cabeza baja, no te atrevas nunca a mirar a alguien a los ojos más de un minuto, ¿Por qué estás tan paranoico, hombre?, contéstale que no, contéstale que no a todo, esfuérzate, oblígate, regresa, no seas un imbécil.
El hombre del otro lado echo una sonrisa que reflejaba problemas y Mauro capto la señal. Se paró de repente para tomar el revolver escondido dentro de su saco, las manos por primera vez en la vida no le fallaron, apuntó y disparó. Ya no perduraba la opción de quizás retractarse.
Mientras sacaban el cuerpo en descomposición de Mauro, el hombre frívolo observaba, con cuidado, cada sumo detalle de todos los policías que se encontraban revistiendo la escena del crimen.
Un disparo en su cabeza.

El hombre frívolo atravesó por última vez el umbral de aquella casa, dejando la sensación de abandono a su paso que hizo descender un frio nítido. Se desenvolvió con la mirada en alto y se perdió en un océano de gente, estudiando con la vista a su próxima residente. Una chica, Anabela, cuyos descoloridos guantes amarillos forjaban fuerza bruta en sus manos, sin duda ella sería otra gran crónica desafiante. A los tres meses la encontrarían, de igual manera, en descomposición en su departamento, con un disparo en su cabeza. 

lunes, 28 de marzo de 2016

Adolecen los algodones de azúcar

A mis papas les gustaba viajar.
Solíamos parar a pasar la noche en los pueblos exiliados porque “de noche es cuando salen todos los demonios” decía mamá antes de que papá me dijera al oído que soñara con los angelitos. Estábamos desde que salía el sol hasta que se escondía en la ruta y cuando dormía entre horas sí que llegaba a soñar con los verdaderos angelitos.
Pasábamos tantas horas con nosotros mismos que ya no sabíamos que hacer, me canse de los silencios abstractos que siempre aparecían aunque a veces estos me ayudaron demasiado a darme cuenta de las cosas, como por ejemplo que mis papas eran una pareja muy obstinada y por eso no iban a tener nunca las intenciones de decirse que no se amaban. Quizás esa sea la causa por la cual suelo escuchar a los demás abiertamente, quizás sea ese el motivo por el que hablo con las paredes.
Siempre fui muy imaginativo, me podía pasar horas intentando descubrir que había más allá del árbol de manzanas de la casa de la vecina, siempre y cuando existan los dragones. Las nubes, por otro lado, nunca fueron mi fuente más sagrada de imaginación pero hubo un tiempo, cuando adolecía, en el que viajamos por un desierto manchado en sangre y a veces era mejor perderme en esos copos de nieve. No por ser una persona inconsciente sino porque yo no tenía el poder de siquiera convencerme a mí mismo.
Una buena tarde mientras el sol se escondía, escuche gritos, parecían gritos humanos pero con un toque de melancolía celestial y guiado por mis instintos mire muy fijamente las garras de ese atardecer tan indeseado para aquellas nubes que se extinguían con él.
Todos los días era como una continuidad sin fin, nubes preciosas al amanecer, llamaradas rojizas a la puesta del sol.
Tenía trece cuando descubrí que esos eran los angelitos que nunca me visitaron en la oscuridad.
Tenía quince cuando percibí el susurro silencioso de todas esas transiciones en plena madrugada.
No volví a ver a mis padres por un largo tiempo una vez que paramos de viajar, eran caras inconclusas dentro de casa y un día ellos se olvidaron de mí decidiendo irse por su cuenta. Estuve enojado por tres años hasta que las nubes me dieron la noticia de que ellos no volverían. Mamá con sus ojos tan decaídos y su constante falta de fuerzas y papá con sus amables besos en la frente y su manera especial de tener ideales, perdidos en quién sabe dónde, en algún lugar lejos en las estrellas.
Pánico me provoca el viajar sin ellos, desesperanza, a veces siento que yo ya me deje ir pero luego vuelvo a mirar la puesta del sol y el anochecer después de eso y siento que estoy rodeado de tantos demonios genéticos como adquiridos y me doy cuenta de que las palabras solo son un grito vacío de ayuda contra toda la humanidad.

Es ahí en ese punto del día, cuando mi paciencia vuelve como un hijo a los brazos de sus padres luego de una larga pelea. 

sábado, 30 de enero de 2016

Entre letras perdidas (filosofías olvidadas): los males de las zonas no cartografiadas

El bicho de ciudad ansia los lugares ocultos, esos que cuando pasas con el auto apenas si se ven, ansia la tranquilidad y la calma que estos proveen, ansia la paz y el silencio de todos ellos.
El bicho de ciudad solo conoce su único mundo manchado de sangre desconociendo los pequeños sitios que proporciona la naturaleza muchas veces. Naturaleza de la cual, en muchos aspectos, carece su lugar.
El bicho de ciudad se siente tan pequeño, invisible y desprotegido que tiene esa falsa necesidad de huir, de huir a donde sea lejos de ese mar que lo ahoga de tensión todos los días. Es ahí cuando el bicho de ciudad desea la desconocida naturaleza oculta y la persigue como un niño caprichoso sin tener ni siquiera idea que el anonimato en esos lugares esta sobreestimado, de que está lleno de arpías y reyes de mal gusto, pequeñas hadas que no poseen alma, demonios en plena transición y cuerpos humanos que ni siquiera existen.
La verdad es que el bicho de ciudad tiene una creencia totalmente errónea.
El bicho de ciudad desea dejar de ser ordinariamente común y busca estos lugares para intentar conocerse más allá de todo vacío interno pero al contrario en esos lugares no llegaría a hacerlo nunca porque solo se conoce la parte de sí mismo que crean todas aquellas bestias para intentar adaptarse.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Entre letras perdidas (filosofías olvidadas): los océanos que se encuentran en un bloqueo.

Las cosas que más recriminadas son aquellas que queremos a cambio. Ese es uno de nuestros mayores fracasos como seres humanos, querer, necesitar, ansiar, algo a cambio por lo que sea que hayamos hecho –de eso es de donde provienen los mayores conflictos relacionables.
Esto siempre ocurrió no es algo de ahora pero especialmente en este momento llama la atención; en la mayoría de las redes sociales (lo que vincula a todo con todo) muchas personas expresan sus descontentos hacia esta situación y a muchas me refiero a todo el mundo. Una simple frase resume todas estas numerosas causas en las que cometieron actos excesivos o no y del otro lado no hubo respuesta alguna cuando se pidió que reaccionara igual.
Parece un poco inútil comentar esto, especialmente por escrito, no tiene ningún fin y no va a lograr que tengamos en cuenta esto en ciertos aspectos porque somos ignorantes por naturaleza, lo que no es visible a nuestros ojos lo rechazamos –deberíamos empezar a ver más con nuestra mente.
Esto es más una queja que una conclusión.
Cegados por rencor esperamos de todo y ese es otro de los fracasos que cometemos. Hablando desde el lado emocional, es el enojo y la desilusión lo que nos hace posicionarnos así después de darnos cuenta de que la persona que consideramos importante no piensa lo mismo sobre nosotros. Tal vez sin tener consciencia de eso nosotros estemos creando estas reacciones también.
Para finalizar esta considerable queja, me empecé a preguntar ¿Y que si en vez tomar esto como unos pelotudos rencorosos lo tomáramos como el intento de haber sido buenas personas dando un apoyo estable? No estoy diciendo que deberíamos tomarlo con nuestras típicas reacciones de “no lo mereció” o “se lo pierde” porque eso en todos los sentidos dicho por nosotros mismos es estúpido y esta sobrestimado (demasiado), lo que estoy tratando de decir es que dejemos de afectarnos por cosas que no tienen sentido y seamos un poco más humanos, dejemos influenciarnos por el placer de sentirnos alguien al menos una vez al día y dejar de preocuparnos por intentar ser.
Dejemos de ser unos pelotudos. 

miércoles, 28 de octubre de 2015

Tus malditas cicatrices

Me gustaba pasarme horas y horas hablando con vos, a veces de política, a veces de amor, a veces de cualquier cosa.
La gran parte de las razones por las cuales decidí encarcelarte fue por esa. Eras tan pura, en el sentido menos indiferente de la palabra, que sentía que por fin había llegado a vos, que por fin había llegado a alguien, que por fin había llegado a mí.
Nos prometimos conocernos poco a poco, día a día, para que así nunca se acabe:

  •   El primer día, conocimos nuestras sonrisas, me gustaba pensar que fueron las más honestas.
  •  El segundo día, conocimos nuestros verdaderos nombres, una mínima fracción que decía algo de nosotros mismos.
  •  El tercer día, hablamos de nosotros, de lo que nos gustaba y disgustaba, de cada una de esas anécdotas que nunca le dijimos a nadie, de todas aquellas cosas que nos avergonzaban.
  • El cuarto día, te mostré mi mundo, tan imperfecto como es. Te enseñe mi mundo y lo captaste tal cual es.
  • El quinto día, vos me mostraste el tuyo y me di cuenta de que éramos el mismo desastre. Me enseñaste tu mundo, tan inestable como es y así lo acepte.
  • El sexto día, nos intercambiamos, quizá creyendo que así ninguno saldría lastimado, intercambiando pedacitos de cada uno para tapar nuestras cicatrices. Quizá ese fue el mayor error, tratar de arreglarnos. ¿Por qué mierda lo hicimos?

 Te pertenecía, cada parte de mi gritaba con fuerza de que lo hacía pero aun así esa fue la causa principal por la cual ambos nos dejamos ir.
Eras increíblemente brillante y devastadora. Te gustaba conocer pero no te gustaba que te conozcan. Eras retóricamente todo lo que yo prefería y todo lo que alguna vez no busque. Me gustaba lo fácil, lo innecesario, lo que cualquiera consideraría practico y la primera vez que te vi me abriste los ojos, a la rareza preciosa que existía más allá de toda sonrisa comercial petrificada.
Supongo que solo estoy enojado con esa parte de tuya porque sé que la otra parte no me quería lejos ni un poquito.
Supongo que me gusta pensar eso para no sentirme tan solo e idiota por las noches.
Fuiste mi punto más fuerte, yo nunca fui el tuyo.
Creo que el mayor error de todos fue no llegar a ver lo desesperada que estabas de escapar de mí. Estabas aterrada porque yo te conocía más que vos misma y te conocía lo suficiente para saber que te lastimaba. Lo que te lastimaba no era yo, eras vos misma.
Siempre fuiste algo masoquista.
Por un lado me gustaba que lo fueras, te aferrabas a las cosas con cierto aire posesivo y nostálgico, como si las decisiones de tu vida hubieran sido creadas a base de eso.
Por otro lado, te lastimabas y creabas aún más cicatrices. Cicatrices que yo seguía intentando cubrir con las mías. Cicatrices que nunca cubriste conmigo. Cicatrices mías que te llevaste cuando te deje ir.
Dicen que nunca llegas a conocer del todo a una persona, siempre van a tener algo que solo sepan ellos ya sea un secreto, un dibujo, una carta, un recuerdo o una persona. Esa parte que ocultan es esencial porque si no fuera un libro con tantos misterios entonces ¿Qué seria?
Eso paso con vos, eras tan cerrada al mundo que cada vez que abrías tu mente destrozabas a cualquiera que estuviera a tu paso. Tu problema conmigo fue que yo resulte ser más fuerte de lo que vos pensabas, tenía más heridas que vos y al principio lo viste como algo bueno, mencionaste algo como “eso te llena de vida” pero luego te asusto. Te asusto peor cuando por fin yo conocí cada uno de tus lunares.
Te asusto tanto que empezaste a distanciarte de mí.
Y me asusto a mí al no conocer ESE lunar tuyo.
Solo nos dejamos ir, por distintos caminos, deseando no encontrarnos. Verdaderamente triste. Como pase de conocerte tanto a no saber ni siquiera en qué lugar te encontras ahora.
Y una parte de mí tal vez te extraña, es la parte de mí que te llevaste. Son todos esos pedacitos con los que intente sanar tus heridas y tapar tus cicatrices.
La parte tuya también me extraña, me lo recuerda todas las noches. Esta tras esas resacas después de haberme puesto borracho en el bar a la vuelta de la esquina, está en cada culpa después de acostarme con cualquier chica que me crea atractivo, está cada vez que encuentro algo tuyo que olvidaste llevarte.
Esas partes son las que hay que dejar ir, como te deje ir a vos. Hay que volver al lugar donde todo empezó y quemar esa caja de recuerdos nostálgicos que solo sirve para hacernos sentir una mierda por las noches, cuando no tenemos nada mejor que pensar. Hay que volver a dejar cicatrizar y dejar de tapar esas cicatrices porque al final:
¿Qué somos si no una construcción de ellas?
Eso lo dejo a tu criterio.