Suelo tener sueños inimaginables y
retorcidos, la mayoría son como enigmas a resolver con grandes encrucijadas.
Esos sueños muchas veces despiertan una parte de mí que no conozco, ya que
parecen tan vividos que se me hace imposible no sentirme alarmado. Así es como
viví, bajo la neblina invernal y las calles desiertas, la noche en la que morí.
Todo comenzó con un sueño que he frecuentado desde muy corta
edad; recuerdos vagos tengo de esas noches en las que despertaba en medio de la oscuridad con pánico pero en
silencio, siempre en silencio. La flecha errada, en el piso, llamaba mi
atención por la sangre en la que estaba bañada. Entonces miraba hacia abajo y
descubría haber sido atravesado por ella. Me despertaba de golpe y decidía
olvidar el sueño por completo. Pero aquella noche, luego de despertar de
aquella visión, el sueño seguía ahí y la
sangre también.
Quizá prefieran creer que esto es sólo
una leyenda, una fábula o un relato
fantástico, y no se los voy a impedir, pero para mí esto es un sueño, mi sueño
y su sueño, y los sueños no debieran ser
cosas que se olvidan de la noche a la mañana, los sueños siempre son
advertencias, simulacros que nos alertan sobre lo cansados que estamos del
algún aspecto de la vigilia. Los sueños son para no dejarse estar, y éste es el
mío y el de él; el nuestro.
“Lo
principal es fijar tu objetivo, estrechamente, y tomar una fuerte bocanada de aire” era el
consejo de su madre mientras él luchaba con todas sus fuerzas por tensar el arco, aquella magnífica mujer
que pocos años después moriría por el estallido de una estrella. Desde
entonces, él había fijado su objetivo, la libertad.
Por
mucho tiempo estuvo escapando de cosas que se rebelaban contra él, estaba
cansado hasta de su propio instinto, pero lo estaba más aún de las
interminables batallas que él no podía llegar a entender. Vidas de todo tipo
tiñendo llanuras y desiertos de rojo, dejando en el aire el más sonoro
sentimiento de miseria y pérdida. Caos, gritos, últimas palabras. Enajenado de
sí mismo, se suspendió en el fragor de la batalla.
Cuando
por fin volvió en si ya era tarde, tomo la iniciativa y aunque estuviera
signado a los ojos de la victoria, estaba convencido de que quería dejar su
propia marca en la historia, en forma de maldición.
Irrumpió
en el detonante de una lucha que no llegó a concluir, donde los ojos de la
victoria lo recibieron como a un viejo amigo. Aun sabiendo que la historia ya
estaba escrita, recordó una vez más las palabras de su madre y tensó el arco,
apuntó, sopló, lanzó. La flecha se tomó más de doscientos años en llegar y
cuando por fin lo hizo, sintió el espejismo.
Como
pudo se arrancó la flecha del pecho y alzando la vista en una última mirada
despidió al sol decreciente, hundiéndose en el legado más impuro de la
naturaleza.
Me apresuré a correr fuera de la casa
cuando noté mi remera empapada de sangre. Corrí con un dolor punzante en el
pecho sin saber exactamente a donde me dirigía, tropecé cayendo en el pie de un
árbol donde me encontré escupiendo sangre. El dolor dejó de ser tan intenso y
me levanté con cuidado.
De pronto, me di cuenta de que tenía
frente a mis ojos el enorme edificio en el cual me suelo encontrar todas las
mañanas, por fin lo miraba de otra forma. Una sonrisa de decepción cubrió mi
cara, me di vuelta y caminé directo al amanecer donde miles de voces me iban
susurrando al oído la verdad. Esa mañana, deje de ser un número, una
evaluación, una descendencia. Esa mañana, conocí mi verdad.
No sé si fui yo el que murió esa noche,
quizá fue el niño que vomitó sobre las rosas de su madre, o aquel otro que se
cayó de su bicicleta en la esquina, o al que la muerte visitó demasiado
temprano. No sé cuál de todos fue pero si sé que alguno de ellos esa mañana
nació rebelde.